Hace muchos años tuve la oportunidad de presenciar un gesto que por muy sencillo que pareciera a los ojos de cualquier ser humano mortal, puedo asegurar que para los ojos de la memoria es un momento tan valioso y apreciado como ningún otro.
Sucedió en las inmediaciones de un centro comercial cuyo nombre me es difícil de recordar. Sin embargo sé, aún puedo recordar, que era uno de los más visitados en aquellos tiempos donde se tenía la dicha de dar largos paseos por estos lugares sin ningún tipo de preocupación extremista como las que hoy en día existen tales como la de pensar en incesantes interrogantes como: ¿Es posible que para mañana exista aún el agua? ¿Cenaré… algo esta noche? ¿Vivo por la fe de vivir o por el miedo a morir?... No lo sé, pero he aquí lo que vi: Un señor alto y de contextura adecuada, nada de sobrepeso ni de flaca apariencia, que en su rostro dejaba ver el pasar de sus años ¡Tanto más! Que casi cualquiera podría adivinar que ya había cumplido los cuarenta y cinco años de edad. Iba este señor vestido con un traje propio de aquella época que en los años noventa parecían lejanos y futuristas, pero que pasados los dos mil resultaron ser perfectamente normales. Iba entonces, caminando con un teléfono que con la mano colocaba en su oreja para hablarle a quién sabe quién acerca de quién sabe qué. Y detrás de él, caminaba… o más bien avanzaba dando pequeños brinquitos de alegría una pequeña niña de suéter rosa que además llevaba una bolsa llena de dulces que seguramente le habrán comprado.
Los vi caminar desde que bajaron de las escaleras mecánicas; los vi caminar a partir de unos tres locales de distancia que separan las escaleras de mi puesto de trabajo; lo vi a él caminar con paso apresurado y sin ver hacia atrás, abstraído en su conversación telefónica; y la vi a ella caminar de a brinquitos para intentar alcanzarlo o al menos mantener el paso. Sí, los vi caminar hasta pasar justo por enfrente de mí, y la vi detenerse para desenlazar el regalo de un momento inolvidable que sin siquiera estar consciente de ello me ha obsequiado.
A la pequeña niña se le desataron las agujetas del zapato izquierdo, así que se detuvo y observó inmediatamente hacia abajo _ ¡Ay! _ fue lo que dijo con un tono suave y dulce propio de una niñita, sin embargo el señor aún no se daba por enterado de que la niña que le acompañaba se había detenido.
_ ¡Papá! _ Gritó la niña.
El señor se dio la vuelta confundido, alertado, atraído, interrumpido, ultrajado, alarmado… no lo sé con seguridad, pero lo cierto es que se dio la vuelta y caminó hacia su hija con la misma rapidez con la que había estado caminando hasta entonces. Se mantuvo de pie y por medio de gestos le preguntó a su hija que qué ocurría; él no hablaba más que para responder a la voz que salía del teléfono.
En esa fracción de segundo pasaron por mi mente los mil y un pensamientos acerca de lo mal que estaba prestar más atención a un artefacto electrónico que a su propia hija. Entonces la niña adelantó su pie izquierdo para mostrarle a su padre lo terrible de la situación ¡Que mal, infortunio, desgracia que no se le desea ni al peor de los enemigos! ¡Agujetas sueltas, agujetas sueltas por doquier! No es forma correcta de andar paseando, tanto más porque se pu
ede uno tropezar. El señor, el padre, al darse cuenta de la situación y sin decir ninguna palabra a la persona con la que mantenía una extensa conversación hasta entonces, bajó el teléfono sin más, colocó una rodilla en el suelo y apretando la lengua con los labios se dispuso a poner orden al lío de agujetas que había en el zapato de la niña. Luego, cuando hubo terminado de atar las trenzas, se levantó, tomó la mano de su hija y ambos siguieron caminando hasta que mi vista no pudo seguirles más.
¿Sencillo, no?... prácticamente normal. Pero si nos fijamos con atención, un gesto tan simple como aquel está impregnado de la naturaleza hermosa que significa ser un padre o una madre.
¡Lástima, pena y disgusto! En tan solo eso puedo pensar, pues cuando presencié aquella escena tan solo era un muchacho que de alguna manera tenía la ilusión de tener la oportunidad de atarles las agujetas a quien fuera mi hija – pues siempre he querido una niña – o a un hijo si fuera el caso, y que ahora, pasado ya no sé cuántos años de la llegada del jinete de la guerra, cabalgando a su caballo rojo y sembrando su propósito sobre la tierra con plena gloria, ¡Ahora digo! Que ese recuerdo es el más valioso que poseo, porque es lo más cercano que tendré a una pequeña criatura que pueda decirme papá.
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