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  1. (Diseño de imagen por Juan C. Gonzáles)

    Prólogo


    24 de Diciembre


                A menudo, os vemos divagando de aquí para allá cuando se trata de la navidad; a menudo, os vemos sonrientes mientras llevan a casa los obsequios esperando ver la sonrisa de hijos y nietos; a menudo, os vemos despreocupados en todo los demás que sea ajeno a vuestra vida personal. ¡Ah!... que época tan maravillosa se presenta, que día tan esplendido transcurre y que noche tan placentera nos depara  el porvenir más cercano.  ¿Quién puede resistirse a los encantos de la navidad, quien podría siquiera hacer el intento de no sonreír cuando tan rodeado de amigos y familia esta? Y es que la dicha y la alegría son contagiosas a tal punto que se tornan virales y empalagosas. Es así con estas cosas, con las otras y las demás.

                Pero, en diciembre, incluso un poco antes del inicio del mes, lo que más maravilla al maravillado es poder ver aquellas manifestaciones del espíritu navideño creciente en la población de todos los rincones del mundo: Recitales navideños, muñecos de nieve, arboles bellamente decorados con parpadeantes lucecitas de variados colores, figurillas de Santa, coronas colgadas en puertas, así como muchísimas otras cosas, entre las cuales está la nieve, pero donde no haya de estar, no se han de preocupar, pues la presencia de la brisa decembrina es más que suficiente para poder la carencia compensar.  

                ¡La navidad no tiene igual, no señor! Y es por demás increíblemente inolvidable… nótese, que hay quienes se jactan de decir con feliz embriaguez estas palabras, pero como todo en esta vida fue creado para ser visto y usado de ambos lados, diré con propiedad que igual no siempre es igual, y que lo inolvidable no siempre es malo olvidar.


    –     N-noooche… d-de paz...


    Cae la oscuridad sobre el grisáceo de los edificios, se apodera de los callejones en los que la iluminación de las calles no alcanza, se esparce por el resto del lugar anunciando que la víspera está a pocas horas de terminar. Aquellos que en su existencia portan el quien, despejan todas las calles para unirse a tal o cual celebración navideña, en ocasiones algún empleado
    que anduvo en una jornada laboriosa hasta altas horas de la noche pudo retornar al fin a su hogar. Es hora también de devorar el magnífico festín que se otorga en la mayoría de las casas, de cantar villancicos con la familia, de beber, de jugar, de reír, disfrutar y en muchos de los casos a los chavales acostar, porque han de estar dormidos si quisieran que Santa les trajera algún obsequio, o al menos eso es lo los chiquillos escuchan antes de caer profundamente dormidos y dejar volar su imaginación antes del gran día en la juguetería de casa, ¡Oh la juguetería de casa es como un paraíso para cualquier infante!


    –     N-noooche de amor…  


    Las campanadas están cada vez más cerca de iniciar su travesía por las doce horas del reloj que marcaran la llegada de uno de los días más esperados de todo el año. Ningún negocio abierto al que se pueda entrar, ningún automóvil circulando por las calles de la ciudad, es un magnifico desierto de asfalto y edificaciones, de semáforos y aceras, un desierto que muy pocas veces se puede apreciar en la vigilia, una noche de pocas en las que su silencio se asemeja al del campo. Claro está, que sucede solo cuando las calles están totalmente vacías, pero esta noche, precisamente este veinticuatro de diciembre, solo hubo la llegada de un desierto líquido.  


    –     Tooodo dueeerme en reeededor…


    En alguna de las aceras de cierto lugar entre la negrura de la ciudad, hallábase sentada una pequeña niña recibiendo las gélidas brisas decembrinas y dejando deslizar por sus mejillas lagrimas desconsoladas y frías. Una niña de no más de nueve años y no menos de siete. Una niña hermosa, de cabello corto y descuidado, castaño oscuro a poco más arriba de los hombros;  de rostro pálido y manchado, ojos cafés claros, labios delgados y nariz respingona; de brazos débiles y maltratados, piernas inocentes y cansadas. Una niña hermosa, con suéter manga larga color rosado de rayas multicolores en las mangas y la palabra Nala bordada de color blanco en el centro del pecho, guantes de invierno, short púrpura, medias no muy largas y botines marrones sin tacón.


    –     Eeentre sus aaastros que espaaarcen su luz… - Solloza la niña mientras pasa su mano por el pelaje de un peculiar compañero - …beeella anunciaaando al niiiño Jesús…


    Aquel peculiar compañero  era uno de los animalitos más querido por los niños, inocente y alegre, con ojos de botones pues era de los baratos y vestido con un traje típico de Santa Claus. Aquel peculiar acompañante lamentablemente le faltaba una oreja, la perdió un día en que su amiga del suéter de Nala lo rescatara de la boca de “un perro mal educado” como ella misma le calificó.


    –     ¿Todo va a estar bien, verdad señor conejo?


    Oh, apuesto que el pobre conejito se lamentaba enormemente de no poder consolar a su amiga, y si por sus botones pudiera llorar, daría lo que fuera por que sus lágrimas inanimadas pudieran asomarse en su compañía.


    –     ¿V-verdad… s-señor conejo?


    Al no recibir respuesta alguna de su animalito de peluche, la niña se levantó de la acera, estrujó con cuidado sus ojos encharcados, secó sus mejillas con los guantes y, estrechando con mucha fuerza al señor conejo, dirigió una mirada esperanzada de un vano y pésimo optimismo a la infinita oscuridad que abrazaba a la ciudad. Volvió la cabeza hacia ambos lados, luego, al verse en su irrefutable soledad, llevó la cabeza hacia el señor conejo y susurró con una voz tenue y temblorosa:


    –     Brilla la estrella…

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