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  1. Libia Körb

    13 ago 2014

    He visto muchas cosas particulares en los treinta y ocho años que llevo con vida. Cosas de las más extrañas he visto luego de heredar esta clase de mundo inhóspito; y cosas he presenciado, incluso más extrañas, antes de que el viejo mundo pereciera. Empero, ninguna de las más bizarras situaciones que haya tenido yo la desdicha, o placer de presenciar, se comparan al hecho de haber conocido a Libia Körb. ¡Ah, placer y desdicha! La una, por ser la chica que alguna vez salvó mi vida; y la otra, por ser la misma chica a quien he visto conducir a tantas almas hacia la muerte.

    Quisiera que la viera de la misma forma en que la veo yo; allí acostada encima de la planicie de una roca, con los brazos entrelazados por debajo de su cabeza - cual si fueran almohadas - y la pierna izquierda montada sobre la derecha. Vea también, mire, como ahora mueve su pie de arriba hacia abajo mientras parece tararear una melodía con el veneno que es su boca. ¡Sí! Un veneno mortal es, y pronto usted sabrá la razón. Pero por ahora, vea el paisaje. Ante usted se extiende el vasto desierto, con el naranja inigualable que se pinta en su cielo al atardecer y las sombras de las formaciones rocosas que se alargan por la baja posición del sol. De plantas no se puede decir mucho, pues se sabe que no las hay en abundancia; sin embargo, a unos pocos metros de la roca más alta del fondo, puede divisarse un cactus diminuto en el suelo, de los que tienen una forma esférica colorida cual caparazón de tortuga marina. Parece mentira que lo que otrora fuera un panorama exótico, ahora se pueda encontrar en casi cualquier rincón del planeta; pero, a pesar de ello, el desierto es ahora aún más difícil de encontrar, ¡Y fortuna la mía! que puedo caminar a su lado y disfrutar de cada segundo de su presencia.

    De ella hablo, si, de la chica que tararea aquella melodía de alguna canción que no conozco. Y es que antes de cruzarme con Libia, yo era de los que no creía posible que una parte de la tierra pudiera encarnarse en una forma humana, y que anduviera en dos pies por el mundo de los mortales cual si fuera una cuestión enteramente normal. Pero ahora que la conozco, puedo ver como ante mí se alza la naturaleza del desierto. Su piel, blanca y pálida, se asemeja mucho a los miles de oasis repletos de conglomeraciones glaciares que se aparecen en los espejismos de los sedientos viajeros. El verde suave, y a veces fuerte de la fauna, se capta en delicadas extensiones de cabellos que bailan con gracia encantadora al ritmo de las corrientes de aire que acarician sus mejillas; ora cubriendo su rostro, ora despejándolo para dejar ver todas sus hermosas facciones. En sus ojos, colocando un poco de esfuerzo, podemos encontrar el azul claro y delicado del amanecer, que a su vez se funde con la profunda oscuridad de la noche, en donde se aprecia el brillo de las mil y una estrella. De su nariz sólo diré que la encuentro tierna, y de su boca aún me aterra decir una sola palabra. Así que por ahora descendamos, si así puede decirse, hasta más abajo de su cuello. Allí veremos sus senos, vemos como describen una línea curva semejante a la de dos dunas de arena; que ninguna de las muchas dunas que se reparten y dispersan en los extensos kilómetros del desierto, ninguna, se lo puedo asegurar, es tan suave y perfecta como los senos de Libia Körb. Pero aquellas dunas sólo se ven cubiertas por un manto negro que nunca me han permitido develar el misterio que ellas representan; y aquel manto negro es cubierto a su vez por una capa de arena sólida, elaborada grano tras grano por  su propia mano, y a la que mundanos como yo le verían como una vulgar chaqueta. Su abdomen es plano y endeble; más sin embargo, es cual una cobra real cuando es seducida por la música adecuada: mansa, no letal, y presta a danzar moviendo la cintura lentamente de lado a lado, permitiendo ver toda la belleza de aquel majestuoso animal. Vea ahora sus piernas, tan femeninas y delicadas, tan cálidas y llamativas; cubierta la izquierda por una prenda larga y suave, semejante a una pantimedia salvo que esta no cubre sino hasta un poco más por encima de la rodilla, y la pierna derecha queda totalmente desnuda a la brisa y vista del curioso. ¡Una prenda particular! permítame decir, pues si bien es del mismo tipo de animal que viste su cintura, la diferencia es que este intimida sin trucos ni rodeos; usa la secuencia de colores que viste la coral de la lejana Norteamérica: negro, amarillo, rojo, amarillo, negro, amarillo... separados en franjas de igual disposición que la serpiente en cuestión.

    ¿No le parece curioso el calzado de Libia? ¿Sabe usted lo qué es, o a lo que se asemeja?... Yo se lo diré, son botas; y dos botas que, son tan interesantes como simbólicas. Hechas de cuero y recubiertas con plumas; empieza de arriba hacia abajo con un plumaje blanco y luego es opacado por otro negro que se le sobrepone. La suela es gris oscuro y la franja que la une al resto del cuerpo es de un amarillo con tonos anaranjados; la zona que corresponde a la parte frontal del pie es cubierta por un plumero blanco y finalmente se cierra con una punta, o pico de hierro de color amarillo. ¿No se le ocurre que animal emplumado calza mi querida amiga Libia? ¡Pues nada más y nada menos que el águila!... Si, Libia se atreve a calzar al águila, y es su forma de decir que, de igual manera en que nunca ha sucumbido ante nada de lo que se encuentre debajo o enfrente de su persona; mucho menos lo hará ante nada de lo que pueda encontrarse amenazándola por encima de su cabeza. ¡Ja, que niña tan hermosa y sorprendente! A mi juicio. Y es que quién sino Libia, sabiendo que es una simple caminante como cualquier otro humano, se mofa de la imposibilidad de volar y declara que tal habilidad es tan vana como inservible; quién sino Libia encadena a las reinas del cielo y se proclama la monarca de la cadena alimenticia, sometiéndolas a estar bajo sus pies y obedecer a cada uno de los pasos que da al caminar. ¡Nadie, sólo ella!

    Pero basta de su físico y sus prendas. ¿Cómo es ella realmente? ¿Existe acaso alguna forma de describirla en palabras sencillas? Si, de hecho sólo hacen falta tres palabras del vasto diccionario: inalcanzable, indomable y desafiante. Sin embargo, me daré el gusto de explicarles el porqué le atribuyo esas palabras. Ella es inalcanzable como el sol que se deja ver en lo alto del cielo, que ni siquiera las nubes se atreven a tocar por miedo a ser calcinadas, y aun así no pierde la potestad de ser adorada por su bello y único esplendor. Es indomable, como el calor de pleno día que sofoca al viajero y le arrebata la voluntad de seguir, así como el frío de la noche que suele cobijar los sueños tan igual como puede congelarlos por siempre si tan solo le viniese en gana. Y por último, ella es tan desafiante como la pesadez de la arena ante la caminata humana, que frena constantemente su paso por placer y luego lo devora con tormentas o trampas movedizas. ¡Tal es su naturaleza! y tan innata es su esencia, que hasta el nombre le fue dado por una venia de los dioses. Libia, ella, proveniente de tierras áridas en donde la lluvia brilla por su ausencia; y Körb, su apellido, heredado de alguna lengua africana ya perdida en el tiempo en donde la palabra se refería al mismísimo desierto.

    Una vez más le pido que la vea de la forma en que yo la veo ahora acostada en la planicie de aquella piedra. Vea también el paisaje que en un principio le describí de una forma tan vaga y agréguele cuanto quiera al panorama, todo detalle que se me haya podido escapar de las manos, y tanto como se considere capaz de agregar. ¡Hágalo sin prisa!... y verá que su atención no logrará fijarse del todo en otra parte, e indudablemente, sino en Libia Körb. Y eso sucede, porque aquel atardecer singular y característico que se presenta con regularidad en las zonas desérticas, incluso eso, tan solo es un acompañante más de la entidad de Libia; no es más que el reflejo de su aura opulenta y del propio reconocimiento que a ella le otorga la mismísima madre tierra. Y, la única diferencia, con la que basta y sobra, que existe entre ella y yo, entre ella y usted, entre ella y todos aquellos que dicen vivir en el desierto; es que Libia no vive en el desierto, ella simplemente lo es.

    Allí viene y se acerca como el descenso del sol antes de buscar escondite tras alguna montaña, tal parece que se ha cansado de estar acostada en la roca observando el cielo, o puede que ya se haya aburrido de tararear esa extraña canción. Viene y ya está a mi lado, preguntando si no me apetece comer algo. Le respondo que sí, y le pido que se adelante con los preparativos de la fogata que acordamos hacer para la noche de hoy. Así lo hace mientras la sigo contemplando con una cara de idiota… ¡Ah!... casi me hace olvidar que debo terminar de escribir estas páginas antes de sentarme a cenar a su lado, quizá por última vez.

    He mencionado que Libia salvó mi vida una vez, y no es casualidad que fuera el mismo día en que asesinara a cinco hombres. Ella apareció justo en el momento en que un grupeto me amenazaba con la muerte si no les entregaba la mochila llena de botellas de agua que recién había conseguido en una casita abandonada en la mitad de la nada. ¡Dulce fortuna la mía! Cuando Libia, viendo lo que sucedía, decidió entrometerse en el asunto.
    Los bandidos que me rodeaban no tardaron en advertir su presencia, y como era de esperarse, pronto la abordaron y le bloquearon cualquier posibilidad de huida. Me sorprendió que en cuestión de segundos los sujetos se olvidaron por completo de que intentaban robar una mochila llena de provisiones de agua, pero luego entendí su proceder al ver a aquella chica joven y hermosa de cabello verde, la cual parecía estar completamente sola e indefensa. ¡Presa perfecta! Casi en bandeja de plata la que se le presenta a los depredadores del desierto que no muy a menudo se topan con una oportunidad de tal magnitud.

    _ Tú… _ Dijo la niña a un bandido al que señalaba con una raqueta púrpura que sostenía en su mano derecha _ supongo que eres el que dirige a esta banda de puercos… no pongas esa cara de ultrajado, pues es mejor ser un puerco gordo que un coyote desnutrido.

    _ ¡Al demonio! _ exclamó el bandido _ ¿Quién te has creído que eres?... Te apareces de la nada y caminas con naturalidad hacia cinco hombres claramente peligrosos, metes las narices en donde nadie te ha llamado, me insultas de forma descarada y despreocupada… ¡Deja de apuntarme con esa maldita raqueta! Te juro que…

    _ No pareces ser inteligente _ interrumpió al desconcertado bandido _ si lo fueras, te darías cuenta de lo que es bastante obvio… pero al menos eres bien parecido, supongo que podría intentar contigo.

    El bandido se encontraba tan confundido que no pudo generar ninguna respuesta, incluso no sabía si debía enojarse por la interrupción o preguntar el significado de las palabras de Libia. 


  2. Ella ahora tiene una careta antigás,
    vive en un mundo donde plantas no hay más.
    Ahora corre, salta y se esconde
    para mantenerse viva y el peligro evitar.

    Ya no puede ver el sol más allá de las nubes,
    siente la tierra fría de día y de noche,
    ve difuso el paisaje a través de un cristal
    y su careta es la cara que ha de mostrar.

    Ahora ella duerme sin cobijo en el suelo,
    del mundo recuerda apenas un sueño.
    Antes del llanto y los tanques de guerra,
    antes de que una bomba lo destruyera.

    Pasan los días y ella nunca sabrá
    cómo diferenciar entre el bien y el mal.
    Perdió las sonrisas, perdió los abrazos,
    perdió la belleza de crecer paso a paso.

    Ahora respira un aire grisáceo,
    bebe del agua que encuentra a su paso,
    come de frutas sin importar los gusanos
    porque vive el legado que algunos dejaron.

    Juega con rocas bajo una bandera
    entonando las notas que enseñaba la escuela.
    Recuerda el futuro del que tanto le hablaban
    y añora a sus padres que tanto la amaban.

    Un día no muy lejano todo esto acabará
    y la chica será libre del cielo surcar,
    espera con ansias el día final
    cuando ya no haga falta la careta antigás.



  3. Hace muchos años tuve la oportunidad de presenciar un gesto que por muy sencillo que pareciera a los ojos de cualquier ser humano mortal, puedo asegurar que para los ojos de la memoria es un momento tan valioso y apreciado como ningún otro.

    Sucedió en las inmediaciones de un centro comercial cuyo nombre me es difícil de recordar. Sin embargo sé, aún puedo recordar, que era uno de los más visitados en aquellos tiempos donde se tenía la dicha de dar largos paseos por estos lugares sin ningún tipo de preocupación extremista como las que hoy en día existen tales como la de pensar en incesantes interrogantes como: ¿Es posible que para mañana exista aún el agua? ¿Cenaré… algo esta noche? ¿Vivo por la fe de vivir o por el miedo a morir?... No lo sé, pero he aquí lo que vi: Un señor alto y de contextura adecuada, nada de sobrepeso ni de flaca apariencia, que en su rostro dejaba ver el pasar de sus años ¡Tanto más! Que casi cualquiera podría adivinar que ya había cumplido los cuarenta y cinco años de edad. Iba este señor vestido con un traje propio de aquella época que en los años noventa parecían lejanos y futuristas, pero que pasados los dos mil resultaron ser  perfectamente normales. Iba entonces, caminando con un teléfono que con la mano colocaba en su oreja para hablarle a quién sabe quién acerca de quién sabe qué. Y detrás de él, caminaba… o más bien avanzaba dando pequeños brinquitos de alegría una pequeña niña de suéter rosa que además llevaba una bolsa llena de dulces que seguramente le habrán comprado.

    Los vi caminar desde que bajaron de las escaleras mecánicas; los vi caminar a partir de  unos tres locales de distancia que separan las escaleras de  mi puesto de trabajo; lo vi a él caminar con paso apresurado y sin ver hacia atrás, abstraído en su conversación telefónica; y la vi a ella caminar de a brinquitos para intentar alcanzarlo o al menos mantener el paso. Sí, los vi caminar hasta pasar justo por enfrente de mí,  y la vi detenerse para desenlazar el regalo de un momento inolvidable que sin siquiera estar consciente de ello me ha obsequiado.

    A la pequeña niña se le desataron las agujetas del zapato izquierdo, así que se detuvo y observó inmediatamente hacia abajo _ ¡Ay! _ fue lo que dijo con un tono suave y dulce propio de una niñita, sin embargo el señor aún no se daba por enterado de que la niña que le acompañaba se había detenido.

    _ ¡Papá! _ Gritó la niña.                

    El señor se dio la vuelta confundido, alertado, atraído, interrumpido, ultrajado, alarmado… no lo sé con seguridad, pero lo cierto es que se dio la vuelta y caminó hacia su hija con la misma rapidez con la que había estado caminando hasta entonces. Se mantuvo de pie y por medio de gestos le preguntó a su hija que qué ocurría; él no hablaba más que para responder a la voz que salía del teléfono.

    En esa fracción de segundo pasaron por mi mente los mil y un pensamientos acerca de lo mal que estaba prestar más atención a un artefacto electrónico que a su propia hija. Entonces la niña adelantó su pie izquierdo para mostrarle a su padre lo terrible de la situación ¡Que mal, infortunio, desgracia que no se le desea ni al peor de los enemigos! ¡Agujetas sueltas, agujetas sueltas por doquier! No es forma correcta de andar paseando, tanto más porque se pu
    ede uno tropezar. El señor, el padre,  al darse cuenta de la situación y sin decir ninguna palabra a la persona con la que mantenía una extensa conversación hasta entonces, bajó el teléfono sin más, colocó una rodilla en el suelo y apretando la lengua con los labios se dispuso a poner orden al lío de agujetas que había en el zapato de la niña. Luego, cuando hubo terminado de atar las trenzas, se levantó, tomó la mano de su hija y ambos siguieron caminando hasta que mi vista no pudo seguirles más.
    ¿Sencillo, no?... prácticamente normal. Pero si nos fijamos con atención, un gesto tan simple como aquel está impregnado de la naturaleza hermosa que significa ser un padre o una madre.

    ¡Lástima, pena y disgusto! En tan solo eso puedo pensar, pues cuando presencié aquella escena tan solo era un muchacho que de alguna manera tenía la ilusión de tener la oportunidad de atarles las agujetas a quien fuera mi hija – pues siempre he querido una niña – o a un hijo si fuera el caso, y que ahora, pasado ya no sé cuántos años de la llegada del jinete de la guerra, cabalgando a su caballo rojo y sembrando su propósito sobre la tierra con plena gloria, ¡Ahora digo! Que ese recuerdo es el más valioso que poseo, porque es lo más cercano que tendré a una pequeña criatura que pueda decirme papá.



  4. <<Aun cuando me veo sentada ante una noche tan fría como esta en llanto antes del luto, con un poco de esfuerzo, puedo pensar que mañana despertaré y sabré que toda vivencia del ayer ha sido solo una pesadilla. Pero… mañana será igual, así  el día siguiente y el que viene después de este. Quizá sea mejor dormir por siempre. >>